Además de la naturaleza de los alimentos que contienen antioxidantes, ciertas pautas de comportamiento como los hábitos alimentarios, el consumo de alcohol y tabaco, el estado nutricional, la edad, el sexo o las enfermedades, también pueden afectar a la biodisponibilidad de los antioxidantes. Así, por ejemplo, los niveles de vitamina C y E y de betacaroteno en sangre son más bajos en los fumadores que en los no fumadores (3), debido a que los prooxidantes “consumen” grandes cantidades de estos micronutrientes. En el caso de los carotenoides, los niveles plasmáticos muestran diferencias relacionadas con el sexo. Las enfermedades que conllevan alteraciones en la reabsorción de lípidos a menudo también están asociadas con una menor absorción de antioxidantes liposolubles (4). En cuanto a la biodisponibilidad de los micronutrientes antioxidantes, las diferencias individuales se deben probablemente a variaciones genéticas (poliformismos) en las proteínas que intervienen directa o indirectamente en la absorción, la distribución o el metabolismo de las sustancias. Se han descrito varios poliformismos para las oxigenasas que catalizan la escisión de betacaroteno para transformarlo en vitamina A (retinol). Asimismo, se ha demostrado que los poliformismos de los genes involucrados en el metabolismo de los lípidos influyen en el nivel plasmático de los carotenoides y la vitamina E (5).
Se cree que una ingesta no equilibrada de un antioxidante en dosis altas puede resultar perjudicial a largo plazo. La red antioxidante es un sistema multicomponente que requiere una combinación equilibrada. Los estudios in vitro han revelado que los antioxidantes tienen una acción prooxidante en altas concentraciones, si bien aún no está claro hasta qué punto estos efectos prooxidantes son importantes en el organismo. Para comprobar la biodisponibilidad, deberían realizarse estudios de intervención con antioxidantes aislados o bien en mezclas. Normalmente esto se lleva a cabo midiendo el aumento de un determinado micronutriente en el plasma. Sin embargo, para demostrar el efecto antioxidante, con frecuencia solo se mide la variación indiferenciada de la capacidad antioxidante total de la sangre o el plasma.